Queridos todos, compartimos un hermoso y profundo texto del P. Ignacio Casanovas, mártir de persecución religiosa del ’36 en España y fiel discípulo de San Ignacio. Es el texto que usamos para el último retiro de día (aquí), pero que quizás alguno quiera leer directamente sin agregados, etc. (¡vale la pena!). Por si le interesa a algún catalán, el original en esa lengua pueden verlo aquí (sepan disculpar las anotaciones… así me enseñaron a “maltratar” a los libros :) 

 

IESU DULCIS MEMORIA[1]

“Aquel para quien todas las cosas

fuesen uno…” (Kempis)

 

Este uno es el que todos buscan: sabios, artistas, santos; pero sólo lo encuentran los santos.

¿Cómo? ¿Por qué camino?

Dios tiene muchos, que suben y bajan, se cruzan y entrecruzan entre el collado de la inteligencia y la montaña del amor.  Ambos residen en el jardín del Amado, no entran sino los llamados. Pero estos son llamados de mil maneras diferentes. Por todas partes tiene el Amado miradores y zaguanes para sorprender a los que ama. Él se lo sabe.

Supongamos una atracción de éstas, bien frecuentada en las almas buenas, por no decir en todas. Y digamos aquello que se puede decir, o sea, por qué caminos de ejercicio y método debe un hombre caminar, por el que pueden las fuerzas humanas.

Todo amor es unión entre los que se aman. Tratándose del amor divino por un lado y por el otro del amor racional propio de los hombres, esta unión no puede terminar en esa común y universal unión con todas las cosas, que es de esencia, presencia y potencia. En esto todas las cosas son iguales.

Tampoco se trata ahora precisamente de una unión sobrenatural como consecuencia de la gracia, ya que ésta puede hacerse sin ningún acto por nuestra parte, al igual que los niños en el bautismo.

Se trata, pues, de aquella unión que hace el amor entre dos que se aman. ¿Cómo se produce entre el alma y Dios? Dándose (donándose) la voluntad.

Los que se aman se dan muchas cosas, pero si el amor es verdadero, todo aquello no vale nada sino porque significa la donación de la voluntad. Cuando ésta falta, no hay amor, sino un tráfico, una explotación, un egoísmo, una mentira. Cuando la voluntad existe (está), el amor tiene toda su esencia, aunque le falte todo lo demás.

Dios nos ha dado muchas cosas – y nos da cada día infinitas – para mostrarnos su amor. ¡Nos lo da todo! Pero todo esto no llegaría a ser en nosotros condición suficiente para encender la llama del amor divino, si todas estas cosas no fueran una señal de que nos dona su voluntad, su amor; es decir, a Él mismo. Y puesto que es así, el amor de parte de Dios es perfectísimo, totalmente verdadero, no hay convencionalismo ni defecto de ningún tipo.

Nosotros ya le ofrecemos a Dios pequeñas cosas, como pequeños actos, pequeños sacrificios exteriores, pero tal vez no le damos totalmente y por completo la voluntad. Nuestros dones no significan esa ofrenda y entrega absoluta de lo verdaderamente nuestro, de nosotros por esencia, que es la voluntad; sino que a veces es puro convencionalismo, para que parezca que amamos a Dios, o una especie de tráfico, un poco idolátrico a veces, para obtener de Dios pequeñas cosas que deseamos.

Así no puede haber un amor perfecto, auténtico. Esta fórmula es aquella del Kempis: tu totus meus et ego totus tuus. Para que Dios me ame de veras, necesito que todo Dios sea totalmente mío (¡oh misterio!) pero con mucha más razón, para que yo ame a Dios necesito ser todo completamente suyo (¡oh dignación suya!).

Y esto ¿cómo se logra?, volvemos a preguntar. Y volvemos a responder lo mismo: entregando la voluntad.

Los pocos instantes –creo que son pocos– en que las personas nos amamos de verás son aquéllos en los que nos amamos de manera desinteresada, aquellos momentos en los que nos decimos: – Haz de mí lo que quieras; lo que tú quieras, lo quiero yo; escoge tú por mí. Mi única y mayor alegría es saber lo que tú quieres, lo que te complace, lo que deseas… y hacerlo; así tendré de ti lo máximo posible (ya que será mía toda tu alma) y tú tendrás de mí lo máximo, me tendrás a mí, porque no me guardo nada–. Dicen que el amor quiere respirar el mismo aire del amado, ver por sus ojos, etc. Todo esto son minucias, o nada, si no significa tener un solo corazón, y eso en el sentido espiritual de querer ambos lo mismo, y no escogiendo yo, sino mi amado. Aquí dentro no caben desfallecimientos, ni desequilibrios románticos, ni ilusiones pseudo-místicas. Si yo no escojo nunca, si yo no quiero nada para mí mismo, sino que, ni de obra ni de afecto voluntario, no quiero otra cosa que lo que Dios se complace en escoger para mí, resposo en un fundamento eterno como Dios, serenísimo, segurísimo, lleno del más alto deleite espiritual, el mismo que tienen los bienaventurados del cielo, aunque poseído ahora encubierto por la fe, revelado después en la luz de la gloria.

Reafirmemos, pues, esto: amarse es unirse, y la unión racional no se produce sino es uniéndose las voluntades.

Amarse es entregarse (donarse), y no entrega nada quien no entrega su voluntad. Pero todo lo da quien entrega su voluntad.

Unirse a Dios por la voluntad, entregarle a Dios la voluntad es hacer la voluntad de Dios.

Hay que entender bien esta verdad; hay que saborear el gusto de amor que tiene; hay que ponerla en práctica decididamente.

Inteligencia y sentimiento hay que extraerlos de la meditación de lo que hemos dicho; la práctica es como sigue:

Saber en cada caso cuál es la voluntad de Dios. Se sabe por lo ordenado y lo prohibido, por la obediencia, por lo que uno se ha propuesto rectamente con prudente elección.

Acostumbrarse a mirar el valor de las obras únicamente por lo que tienen de voluntad divina o complacencia. Esto supone un espíritu atento y una continua abnegación de otras miras.

Querer en cada caso sentir íntimamente el gozo de darle un gusto más a nuestro amado Dios.

Obsérvese cómo esto hecho con inteligencia, con sentimiento, con esfuerzo –no hay otro modo de hacerlo– comporta un florecimiento maravilloso de virtudes: renuncia a todo, humildad, paz interior, dulzura… sobre todo amor.

Y en la práctica, un tiempo se ha de buscar el gusto por una de estas virtudes, y después otra, para ayudar a nuestra debilidad e inconstancia. Y no será nada extraño, que por este camino se llegue alguna vez a saborear lo que san Ignacio llama “la infinita suavidad y dulzura de la divinidad” y como dice el mismo santo “amar a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Él”.

Se habla mucho de la presencia de Dios. Este ejercicio, si se funda en imaginaciones de figuras, no creo que pueda durar mucho, y para muchos será absolutamente imposible. Creo que los santos tenían esta gracia por alta inteligencia y por íntimo sentimiento sobrenatural. El camino para llegar parece que ha de basarse en el esfuerzo racional y amoroso para encontrar a Dios en todas las cosas y la manera más fácil y segura es hallar su voluntad. Quien tiene la voluntad de Dios, tiene a Dios mismo, porque en Dios no existen partes ni diferencias, y tiene a Dios en su aspecto de más fuerza y de más suavidad, de la manera más humana que es la del enamoramiento y entrega de las voluntades. Esto no fatiga la mente, no comporta peligros de una virtud ilusa, esto se empareja y liga admirablemente con el cuidado más exquisito de hacer bien y perfectamente todo, da una mezcla de perfección divina y humana que es el ideal máximo de toda vida.

Esta es también la manera de no turbarse por las cosas. Entre el afán que tiene nuestro pobre corazón, porque necesita muchas cosas, y la imperfección de las pobres cosas externas que, limitadas como son, no pueden satisfacer; resulta que en el buscar y tocar las cosas, nos turbamos miserablemente. A veces porque no logramos el fin pretendido, a veces porque encontramos el mal donde esperábamos encontrar el bien, a veces porque hemos de dejar lo que querríamos y tomar lo que no nos place y siempre porque por un lado o por otro resultamos engañados y nunca tenemos la paz en lo que hacemos.

Buscar la voluntad de Dios en toda acción cura radicalmente todas estas turbulencias. Viene la indiferencia respecto a las acciones; como que en todas puede estar la voluntad de Dios, para mí todas saben igual, aunque naturalmente sean de lo más diversas e incluso contrarias; todas tienen el mismo valor de divinidad, por encima de los pequeños valores naturales que les corresponden. Pues busco esto y no reparo mucho en las otras, tengo paz.

Para mí, todas las acciones salen (resultan) bien, aunque me parezca que salen mal. Podrá ser que no logre el fin propio inmediato de cada cosa (que yo también buscaba, porque he de querer hacerlo todo bien); pero por encima de todos estos fines secundarios yo tengo uno mucho más sublime que es el de complacer a Dios; y que se puede lograr tanto si la cosa sale bien como si sale mal, mientras no sea mía la culpa; resulta así que siempre logro el fin mío principal en todas las acciones, y por eso, todas me salen bien. Y por el mismo motivo se puede decir que antes de empezar la acción, ya la tengo terminada porque aquel amor, que es mi objetivo, yo lo tengo antes de ponerme manos a la obra. Entonces que me quiten la obra que estaba haciendo, que me la hagan dejar a medias, que me la malinterpreten si quieren, todo me da lo mismo porque yo ya hace tiempo que había llegado al término de la misma.

De aquí viene aquella libertad de espíritu y suprema independencia que tanto ponderan y estiman los santos. Soy independiente de todos y de todo, nada me ata, nada me produce felicidad como para atraerme ni tristeza como para huir; en cuanto me es posible, me hago independiente como Dios, en tanto y en cuanto me uno únicamente a su voluntad.

Finalmente, emana de ahí una luz interior clarísima que incluso en lo natural hace conocer las cosas con gran transparencia; y una paz indeficiente que es la verdadera felicidad de esta vida.

Ya tenemos aquél unum necessarium que enseñó Jesucristo a Marta. Veamos ahora como este unum se halla a los pies de Jesús con santa Magdalena.

El amor a la Divinidad puede hacer todas estas maravillas cuando el alma ya está dentro de lo que la Esposa denomina “la bodega de sus vinos”. Pero en nuestra vida actual, mezcla de cuerpo y de espíritu, entrelazada de inteligencia, de amor y de sentimiento, ordinariamente la Divinidad pura no es suficiente para llevarnos tras sí, al menos de principio.

Por eso Dios en su providencia nos ha dado la Divinidad encarnada y viva en un ser sensible, en un hombre hecho de nuestra propia carne y sangre, en un corazón que palpita igual que el nuestro, el mismo amor, las mismas alegrías y tristezas, el mismo ardor y el mismo desfallecimiento. Rumiemos, meditemos y saboreemos el sentido mirífico de la palabra Dios-hombre, Jesucristo.

Tenemos, pues, la Divinidad resplandeciente en formas y carne humana, viva en sentimientos humanos, dispuesta a ser amada y a amar, de la misma manera que amaríamos a un amigo, a un hermano, un padre, una madre, un esposo. Estas palabras no son una exageración, no son una alegoría; son la más exacta verdad y realidad que poseemos. Jesús mismo lo dice claramente, que Él es todo esto para nosotros. Como el maná de los israelitas, tiene todos los sabores infinitos del amor, todas las variedades y delicadezas del sentimiento más íntimo. Omne delectamentum in se habentem.

Quien profundice en esto, tendrá a Jesús por amigo, por padre, por madre, por esposo con más fuerza de enamoramiento que todos los intermitentes y débiles afectos humanos.

Este enamoramiento se ha de fundamentar en un conocimiento íntimo y afectuoso de nuestro Señor Jesucristo, sacado de la meditación amorosa del evangelio. Y, después de eso, se ha de procurar una convivencia espiritual, e incluso material, por medio de la Sagrada Eucaristía, la Misa, las visitas al Santísimo y, entre medio, cuando esto no sea posible, mediante miradas, adoraciones, etc. a imágenes de Jesús que tendremos delante, más aún, ante la imagen viva que tendremos en el interior de nuestro corazón.

Llegando a conocer y sentir alguna vez la intensidad con que toda delicia mana de esta intimidad amorosa con Jesús, uno llega a hacerle formal entrega de la voluntad, ahora y para toda la eternidad. Él, que es nuestro Dios, que desde toda la eternidad nos ha amado, que en el tiempo nos ha dado el ser, que nos hará para siempre dichosos en la gloria; Él, que, como hombre, es nuestro amigo, nuestro hermano, padre, madre, esposo, bellísimo y preciosísimo, que nos ha redimido con toda su sangre, que nos alimenta cada día con su carne, con su alma y divinidad; Él, que ha querido notar dentro de su corazón, todos los atrevimientos, y todos los desfallecimientos de nuestros corazones: Él es quien mejor puede disponer de todo nuestro querer racional e incluso, nuestro sentir en cuanto nos sea posible. Hagamos pues, con Jesús, este matrimonio espiritual, entreguémonos, que escoja entre todas las cosas y nosotros sigamos en todo sus complacencias.

Es cierto que Jesús, como hombre, conoce los más íntimos detalles de toda nuestra vida presente y futura; es igualmente cierto que sigue con amor los pasos de todos los hombres; y también es certísimo que con especial predilección se ocupa de los que ha querido escoger muy particularmente como suyos. Pues según las normas dichas anteriormente –de mandato, obediencia, inspiración– hemos de procurar en cada caso conocer, sentir y ejecutar la voluntad de Jesús, mirar cada obra con sus ojos, sentirla con su corazón, amarla según su hermosísima voluntad. En cada una de nuestras obras, Jesús ejercita sus facultades amorosamente; en todas se propone un fin dignísimo de Él y de mí; en todas intenta unir y ligar más nuestros dos corazones. Pues que esta sea toda la sustancia espiritual de nuestras obras: aquella intención, aquel fin, aquella complacencia, aquel amor de Jesús, hechos nuestros por una absoluta asimilación.

Aún añadimos más, Jesús no es sólo el único objeto de este ejercicio, como acabamos de decir, sino que es también el maravilloso ejemplo: “Que no se haga mi voluntad –le decía al Padre celestial– sino la tuya”. Y a eso lo llamaba “su alimento” ¡Qué palabra más llena de sentido!

Quid me vis facere? Digámosle a cada momento con san Pablo. Y Jesús siempre contestará. La respuesta será diferente en el sonido exterior. Por ejemplo, que nos sentemos a sus pies como santa Magdalena; que nos apoyemos sobre su pecho, como san Juan; que caminemos sobre las olas agitadas, como san Pedro; que vayamos a predicar por todo el mundo, como san Pablo; que vayamos a morir martirizados, como los apóstoles. Pero digo que sólo es diferente el sonido exterior de las palabras, la esencia es siempre la misma, es el amor de Jesús, que al hacer siempre estas cosas quiere, como buen amador, tener a su lado un corazón amigo al que comunicar su mismo sentimiento, y de aquella manera tan íntima, que sólo es propia de un Dios omnipotente. Aunque nuestras obras actuales estén separadas por los siglos de las que hizo Jesús en su vida mortal, no lo están de su vida gloriosa, ni de su vida eucarística, ni de su íntima presencia ni de su presente amor.

Ya hemos hallado, si no me engaño, la piedra preciosa del evangelio, aquél unum necessarium de Jesús a santa Marta, aquel centro donde todo se unifica, según la aspiración de todo espíritu abierto a la vida.

Ahora posiblemente comprenderemos bien la íntima delicia de aquella primera estrofa del himno al nombre de Jesús:

                                                                       Iesu dulcis memoria

                                                                       dans vera cordis gaudia

                                                                       sed super mel el omnia

                                                                       eius dulcis praesentia.

 

(Esto fue escrito bajo el encinar de Juan Huix de San Hilario, en unas dulces mañanas del mes de agosto de 1911. Solo como estaba, y en medio de una maravillosa quietud y silencio, tenía siempre a mi lado y dentro de mi espíritu el coloquio de un amigo[2] a quien va dirigido este pequeño deleite espiritual.

Que el dulce lazo del amor del Amado nos ligue perpetuamente a los tres en inteligencia, amor y acción)

 

 

 

 

[1] I. Casanovas, S.I., Relíquies Literàries, Balmes, Barcelona 1960, 3-11.

[2] P. Eduardo Serra.

4 respuestas

  1. Es tan hermoso lee esto y nace en uno esos deseos de cer cómo ellos su único amor era para Dios….ya quisiera poder yo también amar aci

  2. Humanamente no podemos realizar esta unión con Dios , no basta nuestro deseo, ni buenas obras, necesitamos de su gracia para “ser de los llamados por Él .”
    Gracias por animarnos a continuar, a todos nuestros Sacerdotes, Dios los siga llenando de bendiciones y luz. Amén

  3. Infinitas gracias amado Padre Celestial y Padre Bueno del cielo y la tierra , ayúdame aceptar tu Voluntad tal como lo hizo tu amado Hijo nuestro SEÑOR JESUCRISTO … Tú me conoces … mira mis manos vacias , mi miseria y pecado , mis limitaciones y fragilidad humana …. AYUDAME sáname y libérame … aumenta mi Fe y Fortalecce mi Esperanza … TE AMO Y TE ADORO EN JHC tu amado Hijo nuestro SEÑOR Y DIOS SALVADOR.
    Te ruego por nuestros sacerdotes queridos y muchas veces olvidados … Padre Bueno te suplico cuídale y llénale de tu AMOR …

    AMEN! 🙏 ❤️ 🙏

  4. SEÑOR TE PIDO QUE ME ILUMINES Y ME DES LA PERFECTA SUMISIÓN A TU VOLUNTAD. CONCÈDEME OH JESÚS.
    AMÉN 💥💖💥🙏🙏🙏

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