Oración
¡Dulcísimo Niño
Que has sido llamado
“Lirio de los Valles,
Bella flor del campo!”
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!
LECTURA
Nadie, ni la misma Virgen Santísima, había pensado que ella era la escogida de Dios, la predilecta de Dios. La gente no podía pensar eso; muchos porque no conocían a la Virgen, y los que la conocían, porque la encontraban, sí, buena, piadosa, pero no sabían lo que tenía en su corazón, y además, como era pobre, como era modesta, como era sencilla, no se le ocurre al mundo que precisamente las personas que Dios escoge como instrumento para sus obras sean de esas personas sencillas, pobres y modestas. Con su humildad, la Virgen Santísima no pensaba que ella era la predilecta del Señor y la escogida para ser Madre de Dios, y, sin embargo, es verdad que los designios divinos eran hacerla verdadera Madre de Dios; es decir, concederle la mayor gracia y la más elevada dignidad que hay en los cielos y en la tierra después de la gloria de Jesucristo. Nadie lo sospechaba, y, sin embargo, Dios había puesto sus ojos sobre la Virgen Santísima; ese designio divino había llevado consigo una preparación providencial. Dios había ido disponiendo aquel alma; primero, preservándola del pecado original; luego, enriqueciéndola con gracias cada día más abundantes; hermoseándola, santificándola, llenándola de todas las virtudes y de todos los dones de la misericordia del Señor; todo esto en lo escondido, en el secreto del corazón, en esa morada interior en donde deberíamos vivir y en donde viviríamos si fuéramos almas recogidas. ¡Qué obra tan de Dios en el alma de nuestra Madre! ¡Qué maravilla de gracias, de dones celestiales, y qué efusión de divina caridad! Dios lo preparó El mismo, y Dios la eligió y Dios quiso que ella fuera como la fuente de la salud del mundo y como la santa semilla de la redención. De modo que no es que solamente la escogió el Señor para hacerla favores extraordinarios, para llenarla de muchas de sus gracias divinas, sino que la escogió para la redención del mundo, para que fuera la Madre del Redentor y, por decirlo así, para que de su voluntad dependiera la salud de los hombres. Era instrumento que Dios tomaba para la salvación de todas las almas que se salvan. Nunca es estéril la santidad; algunas veces la santidad produce obras visibles que demuestran que no es estéril; pero, aun en los casos en que esas obras no se ven, en que no hay esas obras visibles, la santidad es fecundísima; por eso el demonio hace tanta guerra a la santidad, porque sabe que el que se santifica salva muchas almas y da mucha gloria a Dios; pero jamás ha habido una santidad tan fecunda como la santidad de la Virgen Santísima; podemos decir que todos los hombres deberíamos resolvernos a sentir esas gracias que recibimos, y deberemos, según esperamos, nuestra salvación a la Virgen Santísima, instrumento de Dios para la salvación y redención de las almas. ¡Cómo se complacía Dios aquí! ¡Cómo descansaba y se gozaba en aquel corazón! ¡Cómo reinaba en aquella alma! Aquello era como el altar santo, donde siempre se estaba ofreciendo al Señor el sacrificio más puro que ha ofrecido un corazón humano y donde estaba Dios complaciéndose en la suavidad inefable de aquel divino sacrificio. Nos llevan estos pensamientos a venerar, a ensalzar las gracias de nuestra Madre santísima, y al mismo tiempo a descubrirnos la providencia de Dios sobre las almas.
P. Alfonso Torres
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo