Antes de responder a esa pregunta deberíamos preguntarnos ¿por qué nuestra veneración a los santos?

Digamos, en primer lugar, que la veneración de los santos es parte del culto al mismo Dios, porque ellos son su obra maestra. Como dice el Misal Romano:  “Manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra[1]. En una Misa de Canonización afirmaba Benedicto XVI: “La Sabiduría de Dios se manifiesta en el cosmos, en la variedad y belleza de sus elementos, pero sus obras de arte son los santos[2].

Son para nosotros, además, un ejemplo a seguir porque han sido fidelísimos imitadores de Cristo hasta poder decir con San Pablo “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Por eso dirá el mismo Benedicto: “¡los santos nunca tienen ocaso! – por haberse conformado totalmente a Cristo, de quien son íconos vivos”[3].

Ellos son también una interpretación viva de la Sagrada Escritura, como un evangelio encarnado. ¿Cómo debe vivirse esto o aquello que ha dicho el Señor? Pues tenemos a los santos como lumbreras para no errar. No hay duda que hay en ellos cosas “admirables y no imitables” pero tampoco hay duda que, como dirá San Agustín “Así como el Espíritu Santo habla en la Sagrada Escritura, así también habla en las obras de los santos”.

Son también nuestros intercesores antes Dios: “la oración de los santos es como perfume agradable ante el trono de Dios” (Ap. 8,4).

Por último, se trata de una fuente de consuelo, ya que, poniendo nuestros ojos en la vida de los santos, alcanzamos, como dirá el P. Cornelio Fabro, “una gota de alegría para no pensar en la propia miseria”[4].

Todo lo dicho se aplica a los santos en general. En cuanto al Santo de Loyola, estamos delante de un hombre de tal trascendencia que un historiador protestante, Lord Macaulay, llegó a decir que se encuentra “en el rango de los más grandes estadistas europeos” y que es “el hombre que más ha influido en el mundo moderno dentro de la Iglesia”[5].

Además, como sabemos, es San Ignacio es el autor del admirable libro de los Ejercicios, pequeño ciertamente en volumen, pero repleto de celestial sabiduría[6].  Esta novena sin duda nos hará recordar los Ejercicios -si los hemos hecho- o prepararnos para hacerlos[7].

Estamos en el  jubileo ignaciano, en el que celebramos los 500 años de la conversión del santo y de la redacción del grueso de su Libro de los Ejercicios, lo cual debe motivarnos aún más a realizar con devoción esta novena, con alguna intención importante para alcanzar por su intercesión[8].

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Venerar a cualquiera de los Santos no puede hacernos olvidar a la Santísima, mediadora de todas las gracias. San Ignacio en su diario espiritual comenta que “al final de la Santa Misa, y por largos períodos durante la Santa Misa, en la preparación y después”, tuvo la clara visión de nuestra Señora, muy propicia ante el Padre, hasta tal grado, que las oraciones al Padre y al Hijo y en la consagración, no podía sino sentir y verla, como si fuera parte o la puerta, para toda la gracia que sentía en mi corazón”.

A Ella, por supuesto, también nos encomendamos.

¡Ave María y adelante!

 


[1] Prefacio de los Santos I.

[2] VATICANO, 03 Jun. 07 Misa en San Pedro, canonización de Giorgio Preca (1880-1962), Simone da Lipnica (1435 ca.-1482), Karel van Sint Andries Houben (1821-1893) y de Marie Eugénie de Jésus Milleret (1817-1898).

[3] Del mensaje de Benedicto XVI a los obispos italianos reunidos en asamblea general, 4 de Noviembre de 2010.

[4] Profitili di Santi, Premessa, Opere Complete, Volume 14. Edictrice del Verbo Incarnato, 2008, p. 8. El P. Fabro además de haber sido un gran sacerdote, un hombre de Dios, defensor de la Verdad, es quizás el más grande tomista de toda la historia.

[5] Leonardo Castellani, Homilía de la fiesta de San Ignacio, 31 de julio de 1966.

[6] Carta Encíclica Mens Nostra, n. 22.

[7] Puede leerse: Actualidad de los Ejercicios Espirituales

[8] Puede leerse: ¡Bendita bombarda!

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