Aquel francés que hace 500 años, el 20 de mayo de 1521, cargara lo que se conoce como el arma de fuego portátil más antigua, la bombarda, nada pudo imaginar la trascendencia de lo que estaba haciendo.
Quien recibiera ese tiro de cañón, un tal Iñigo de Loyola, hablando en tercera persona, así lo relata en su autobiografía:
“…y después de durar un buen rato la batería, le acertó a él una bombarda en una pierna, quebrándosela toda; y porque la pelota pasó por entrambas las piernas, también la otra fue mal herida”[1].
Toda Pamplona estaba ya en manos de los franceses, solo quedaba una fortaleza que resistía defendida por el temple de este Iñigo, ya que fue él quien convenció a todos de proseguir la lucha y les infundió coraje para el desigual combate:
“…y siendo todos de parecer que se diesen [rindiesen], salvas las vidas, por ver claramente que no se podían defender, él dió tantas razones al alcaide, que todavía lo persuadió a defenderse, aunque contra parecer de todos los caballeros, los cuales se conhortaban con su ánimo y esfuerzo”[2].
Fue justamente por eso que “cayendo él, los de la fortaleza luego se rindieron”[3]. Ellos se rindieron a los franceses pero Iñigo comenzó otro camino de rendición, no ante un poder humano sino ante el Amor Divino, no luchando con armas de fuego sino con las del espíritu, y no “con un grande y vano deseo de ganar honra”[4] sino “haciendo contra su propia sensualidad y contra su amor carnal y mundano”[5].
Esta transformación de quien luego tomara el nombre de Ignacio, probablemente en honor a san Ignacio de Antioquía, tuvo tal transcendencia que un historiador protestante, Lord Macaulay, llegó a decir que se encuentra “en el rango de los más grandes estadistas europeos” y es “el hombre que más ha influido en el mundo moderno dentro de la Iglesia”[6].
Y esto fue así porque aquel ingenio, bravura y gallardía con la que acometió las honras vanas del mundo y se deleitaba en el ejercicio de las armas, supo él, movido por la divina gracia, sobrenaturalizarlas y encauzarlas al fin para el que hemos sido creados, es decir, “para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y de este modo salvar el alma”[7].
Contemplando los misteriosos pero inmejorables planes de la Providencia, podemos decir… ¡bendita bombarda!
Bendita bombarda… que hizo de quien fuera de los Loyola, de “una estirpe de titanes, con desmedidas ambiciones terrenas”[8], un santo donde “el lema heroico adquiere una realidad y una grandeza patéticas”[9];
…que obligó a quien solo suspiraba por las cosas del mundo, a poner sus ojos sólo en las de Dios, a tal punto que “sin este divino contacto, aseguraba Ignacio que él no podría vivir un solo instante”[10],
…que hizo pasar a Iñigo de la emulación de los grandes del mundo –de un Amadís de Gaula–, a la inquebrantable búsqueda de imitación de los grandes a los ojos de Dios: “santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer”[11];
…que transformó a un “caballero desgarrado y vano”[12], en un “nuevo soldado de Cristo”[13] –como él mismo se llamaba– y “el caballero andante de la iglesia”[14];
…que transformó a un vasco bastante ignorante y poco piadoso, en “un verdadero microcosmos de la cultura religiosa española”[15] y, al decir de Menéndez y Pelayo, “la personificación más viva del espíritu español en su Edad de oro. Ningún caudillo, ningún sabio influyó más poderosamente en el mundo”[16], y remata Unamuno diciendo que “El hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola”[17];
…que hizo que quien no supiese más que los rudimentos de la fe, pudiese afirmar que “le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole”, y esto, con tal seguridad que “claramente él juzgaba y siempre ha juzgado que Dios le trataba desta manera; antes si dudase en esto, pensaría ofender a su divina majestad”[18];
…que logró que quien no pensaba ser maestro de nadie, o como mucho, enseñar el ejercicio de las armas, “se haya adelantado tres siglos a su tiempo en la fina introspección psíquica y en la atinada pedagogía”[19];
…que produjo que de aquel que no pensaba en absoluto en ayudar a redimir a los hombres de sus males, se pudiese afirmar: “Con toda seguridad y convicción digo que con esas normas y ejercicios en las manos [el método ignaciano], podríamos aún hoy día transformar nuestros asilos, prisiones y manicomios, e impedir que fuesen recluidos los dos tercios de los que allí están”[20];
Finalmente, bendita, una y mil veces bendita bombarda que fue el punta pie inicial de una “fuente inexhausta de piedad muy eximia a la vez que muy sólida”[21] que son los Ejercicios Espirituales, de los cuales mal estaría decir que salieron de la pluma de san Ignacio, porque son mucho más que eso, son un vivo reflejo de su alma, de la transformación que produjo en él el Espíritu Santo llevándolo a las cumbres de la santidad.
Los Ejercicios son la reliquia más preciada que se puede tener de un santo, en los cuales, como afirmara el Papa que los aprobó, Paulo III, “está el dedo de Dios”[22], de lo contrario parecerían imposibles:
“Este cuaderno contiene las experiencias ascéticas de un soldado del Renacimiento, y su elaboración por él mismo, de un método y un training (entrenamiento) aplicable a todos. ¿Se ha reflexionado lo suficiente sobre la enorme paradoja que tal hecho involucra? El hecho es éste: una experiencia religiosa concreta, una conversión, ha sido como desindividualizada y arquetipada, sin convertirse por eso ni en un rígido esqueleto ni en un fantasma abstracto.
Pienso que si los E.E. no existieran, parecerían imposibles. Si antes de San Ignacio hubiéramos presentado el proyecto a los teólogos y a los filósofos, s se hubieran reído, o tal vez enojado –según el humor. Algunos los hubieran declarado imposibles: utópicos. Otros, los hubiesen tenido por heréticos: pelagianos. O se hubieran escandalizado ante la sola idea de una “máquina de convertir”, tal como el buen hermano Pedroche en su protesta a la Inquisición de Toledo”[23]. (P. Castellani)
Es por esto que las alabanzas y encomios que se hacen a los Ejercicios también se hacen, mucho más directamente que en cualquier otra obra, a su autor o, mejor dicho, al instrumento de que Dios se valió para hacer este invaluable don a su Iglesia.
Quiera Dios que podamos aprovecharnos de este gran legado del Santo de Loyola en este año jubilar que comienza, y se pueda decir de nosotros, lo que de él dijo un monje de Montserrat, que “era loco por Nuestro Señor Jesucristo”[24].
…bendita bombarda que hizo que aquel que suspiraba con el más fino romanticismo caballaresco por el amor de una mujer que “no era de vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destas”, luego solo tuviese corazón para “nuestra Señora”, la Santísima Virgen María. Ante “La Moreneta”, en Monsterrat:
“Simultáneamente se consagraría con más fervor que nunca a la que había de ser en adelante la única dama de sus pensamientos, la Virgen María. En los momentos de mayor trascendencia de su vida vemos que la Madre de Dios aparece como Madre, como Reina, como Abogada y Protectora del Santo”[25].
P. Gustavo Lombardo, IVE
[1] Ignacio de Loyola, Autobiografía, 1.
[2] Ibid.
[3] Ibid, 2.
[4] Ibid, 1.
[5] Ejercicios Espirituales, n, 97.
[6] Leonardo Castellani, Homilía de la fiesta de San Ignacio, 31 de julio de 1966.
[7] Ejercicios Espirituales, 21.
[8] Ricardo García-Villoslada, S.I., San Ignacio de Loyola, Nueva Biografía, BAC, Madrid 1986, p. 4.
[9] Ibid. p. 9; citando al Dr. Gregorio Marañón.
[10] Ibid, p. 8.
[11] Autobiografía, 7.
[12] Leonardo Castellani, Homilía de la fiesta de San Ignacio, 31 de julio de 1966.
[13] Así se llama él mismo en su Autobiografía, 21.
[14] Villoslada… p. 23. Citando a M. de Unamuno.
[15] Ibid, citando al historiador protestante Everardo Gothein.
[16] Ibid.
[17] Ibid. p. 24.
[18] Autobiografía, 27.
[19] Narciso Irala, Cotrol celebral y emocional, cap. 10; citando al protestante doctor Vittoz.
[20] Ibid. citando al doctor Schleich, protestante, profesor de la Facultad de Medicina de Berlín.
[21] Pío XI, Encíclia Mens Nostra, 22.
[22] Éxodo 8,19.
[23] Leonardo Castellani, La Catharsis en los Ejercicios Espirituales, p. 15.
[24] Villoslada… p. 197.
[25] Ibid, p. 200.