El Catecismo de la Iglesia, cuya lectura nunca nos cansaremos de recomendar, en la tercera parte donde desarrolla “La vida en Cristo”, tiene un apartado sobre “Gracia y justificación” y comienza así: “La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos ‘la justicia de Dios por la fe en Jesucristo’ (Rm 3,22)”[1]. En los párrafos siguientes afirma que: “Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva”[2], y también “Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo el perdón y la gracia de lo alto”[3].
Y un poco más abajo, al hablar de “La santidad cristiana” afirma el Catecismo que “el progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas”[4].
Estos dos aspectos, la renuncia al pecado y la ascesis o mortificación, son condición sine que non para nuestro caminar hacia la santidad. Royo Marín[5], en su también más que recomendable “Teología de la perfección cristiana” refiere que “el aspecto negativo en la vida cristiana consiste en luchar y desembarazarse de todo cuanto pueda constituir un estorbo en el camino de nuestra santificación”, y titula el primer capítulo de esta sección de su libro “La lucha contra el pecado”, comenzando por aseverar que “El pecado es el ‘enemigo número uno’ de nuestra santificación y en realidad el enemigo único, ya que todos los demás en tanto lo son en cuanto provienen del pecado o conducen a él”.
Yendo ahora lo que nos ocupa, en la vida de San Ignacio, como en la de todo santo, no faltó ese arrepentimiento y lucha contra el pecado y esa ascesis mortificativa, ambas cosas contenidas en la palabra “penitencia”. Todo santo puede afirmar con el justo Job “Por eso yo me acuso a mí mismo y hago penitencia envuelto en polvo y ceniza” (Jb 42,6).
Pero como la penitencia en sus dos aspectos no está muy de moda –no lo ha estado antes, por cierto, pero quizás nunca como ahora–, me pareció que podía ser de provecho mostrar, cuanto permite un escrito de estas características, cómo vivió San Ignacio la penitencia tanto ni bien se convirtió –lo que trataremos en este escrito– como durante toda su vida –lo que desarrollaremos en el siguiente–, para aprovecharnos más de su ejemplo y su doctrina y también porque me da la impresión que a veces no se lo presenta, en estos aspectos de su vida, de una manera adecuada; por ejemplo:
“San Ignacio se alojó al menos dos veces en el convento. Allí vivió momentos de dudas, penitencias y ayunos que provocaron que enfermara y que incluso pensara en suicidarse”.
Esta referencia turística se encuentra en el lugar donde se emplazaba la iglesia y el convento de los dominicos[6] aquí a unos 200 metros de donde me encuentro, en Manresa. Es cierto que las dudas lo llevaron a tener “tentaciones de suicidio” –que no parece ser lo mismo que decir “pensó en suicidarse”– pero eran dudas que le venían por sus escrúpulos –como él mismo lo explica en su autobiografía– y no tenían nada que ver con las penitencias y ayunos que estaba realizando.
También a veces se lo suele presentar al Santo como quien ni bien convertido, por medio de sus sacrificios, quería conquistar a Dios como antes buscaba conquistar a las doncellas o con los mismos medios con que defendió la fortaleza de Pamplona: es decir, con sus propias fuerzas y artilugios. Y si bien es cierto que hubo un cambio en él con respecto a algunas penitencias que hacía, fueron solo algunas cosas puntuales que le obstaculizaban su apostolado y no un “dejar la penitencia” como si fuera un camino errado para llegar a Dios.
¿Cómo entendió San Ignacio la penitencia? Sabemos por demás que el libro de los Ejercicios Espirituales es la experiencia de su propia conversión puesta al servicio del bien de las almas, y que lo sustancial de esa transformación, lo vivió en Manresa, donde vamos a focalizarnos preferentemente en estas líneas, por la importancia que tiene este período de su vida en cuanto a su ser penitente.
Entonces, ¿qué dice sobre el tema en el inmortal libro de los Ejercicios? En las “adiciones”, que son agregados que nos indica el Santo para mejor hacer los Ejercicios recomienda, así, la penitencia:
“La décima addición es penitencia, la cual se divide en interna y externa. Interna es, dolerse de sus pecados, con firme propósito de no cometer aquellos ni otros algunos; la externa, o fructo de la primera, es castigo de los pecados cometidos”[7].
Esta división, en interna y externa, como habrán podido notar, coincide sustancialmente con lo que decíamos más arriba citando al Catecismo: morir al pecado (penitencia interna) y la ascesis o mortificación (penitencia externa), la cual ascesis, puntualiza el Santo, “principalmente se toma en tres maneras”… “en el comer”, “en el dormir” y en “castigar la carne, es a saber: dándole dolor sensible”[8].
Vayamos a algunos textos de su autobiografía para ver cómo vivió la penitencia a los comienzos de su conversión.
Estando todavía en Loyola…
“Comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en quánta necesidad tenía de hacer penitencia della. Y aquí se le ofrecían los deseos de imitar los santos, no mirando más circunstancias que prometerse así con la gracia de Dios de hacerlo como ellos lo habían hecho. Mas todo lo que deseaba de hacer, luego como sanase, era la ida de Hierusalem, como arriba es dicho, con tantas disciplinas y tantas abstinencias, cuantas un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear hacer”[9].
A un ánimo encendido del calibre de Íñigo López de Loyola no le alcanzaba una Cartuja:
“Y echando sus cuentas, qué es lo que haría después que viniese de Jerusalem para que siempre viviese en penitencia, ofrecíasele meterse en la Cartuja de Sevilla, sin decir quién era para que en menos le tuviesen y allí nunca comer sino yerbas. Mas cuando otra vez tornaba a pensar en las penitencias, que andando por el mundo deseaba hacer, resfriábasele el deseo de la Cartuja, temiendo que no pudiese ejercitar el odio que contra sí tenía concebido”[10].
Ya en su camino a Montserrat, como hace notar el P. Creixell, “para que se vea el punto de perfección que había ganado ya en el ejercicio de la penitencia (…) no eran ya los mismos pecados los que trata de resarcir, sino la gloria de Dios menoscabada por los mismos”, y a continuación cita las palabras de su autobiografía como lo hacemos nosotros también:
“Para que se entienda cómo nuestro Señor se había con esta ánima, que aún estaba ciega, aunque con grandes deseos de servirle en todo lo que conociese… determinaba de hacer grandes penitencias, no teniendo ya tanto ojo a satisfacer por sus pecados, sino a agradar y aplacer a Dios. Tenía tanto aborrecimiento a los pecados pasados, y el deseo tan vivo de hacer cosas grandes por amor a Dios, que, sin hacer juicios que sus pecados eran perdonados, todavía en las penitencias que emprendía a hacer no se acordaba mucho de ellos. Y así, cuando se acordaba de hacer alguna penitencia que hicieron los santos, proponía a hacer la misma y aún más”[11].
También afirma en su autobiografía que “Desde el día que se partió de su tierra siempre se disciplinaba cada noche”[12] y que en Manresa “No comía carne, ni bebía vino, aunque se lo diesen. Los domingos no ayunaba, y si le daban un poco de vino, lo bebía”[13]. Si “los domingos no ayunaba”, fácilmente deducimos que todos los demás días sí ayunaba. Y si bien no queremos referirnos aquí a su vida de oración, hacemos notar que rezaba de rodillas, lo cual implica sin duda cierta mortificación, más si tenemos en cuenta que no rezaba una hora o dos…; además, una de esas horas era a media noche, con lo cual hacía penitencia en el tiempo dedicado al sueño, que de suyo “no era mucho”[14]; así lo declarará: “perseveraba en sus siete horas de oración de rodillas, levantándose a media noche continuamente, y en todos los más ejercicios ya dicho”[15].
Algo más sobre el dar dolor sensible a la carne. Tuvo una enfermedad que lo llevó al borde de la muerte y estando por eso hospedado en casa de los Amigant:
“Un día en que el Santo estaba ya muy acabado y sin sentidos, reconociendo la señora María de Amigant el arca en que tenía su ropa para guardarla toda por reliquias, porque el pueblo clamaba por ellas, vio que en ella tenía varios instrumentos de mortificación y penitencia, un cilicio que podía ceñir todo el cuerpo, unas cadenas que causaban espanto, unas puntas de clavos clavados en forma de cruz y una túnica que estaba entretejida de puntas de hierro”[16].
Agregamos algunos textos del P. Calveras, gran estudioso de la vida de San Ignacio y de los Ejercicios, tomados de su libro sobre esta etapa de la vida del Santo según los procesos de canonización y sus respectivos testigos. Recordemos que el plan original del Santo era peregrinar a Jerusalén y que, en principio, la estadía en Manresa sería de unos pocos días; así lo afirma en su autobiografía:
“Y en amaneciendo [en Montserrat] se partió por no ser conocido, y se fue, no el camino derecho de Barcelona, donde hallaría muchos que le conociesen y le honrasen, mas desvióse a un pueblo, que se dice Manrresa, donde determinaba estar en un hospital algunos días, y también notar algunas cosas en su libro, que llevaba él muy guardado, y con que iba muy consolado”[17].
Vamos a los textos del P. Calveras:
“…pensó Ignacio entablar en Manresa en toda regla la vida de penitencia y oración que desde Loyola tenía pensado hacer durante su frustrado viaje”[18]
Hablando del “Plan de trabajo” que llevaba allí nuestro Santo afirma que llevaba un “orden de vida en el hospital en penitencia, pobreza y caridad”[19].
Luego de estar algunos días en una casa de familia buscando el sosiego necesario para escribir algunos pensamientos e impresiones vividas y, como dijimos, habiendo quedado frustrado su viaje, “para entablar con todo rigor la vida penitente que tenía planeada desde Loyola, volvió al hospital a vivir entre los pobres”[20].
Por su parte el P. Nadal, quien recibió los Ejercicios Espirituales del mismo Ignacio, al escribir una apología sobre los mismos afirma que estando el Santo en Montserrat, luego de escuchar Misa y recibida la Sagrada Eucaristía “se retiró a hacer penitencia en un pueblo vecino llamado Manresa”[21].
El P. Villoslada en su voluminosa vida de San Ignacio titula el capítulo séptimo: “El penitente de Manresa. Los ‘Ejercicios’”; es que no se puede pensar en San Ignacio en Manresa sin pensar en su penitencia y en los Ejercicios.
Un ermitaño de la orden de San Benito afirmó que en Manresa San Ignacio “comenzó a hacer penitencia”, que recuerda lo que el poverello de Asís, uno de aquellos santos que inspiraron a Íñigo, dijo de sí mismo: “El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar a hacer penitencia así”[22].
El P. Paul Dudon, en su libro que fue estimado como la mejor biografía ignaciana[23] hablando de los tiempos de Ignacio en Manresa hace alusión de la “vida espantosamente dura del peregrino”[24].
Por su parte el P. Nigronio en sus exhortaciones a los novicios de la Compañía hablando de esta etapa de la vida de Íñigo declara “viviendo como vivió en su retiro y cárcel voluntaria de austera penitencia”, haciendo, además, clara referencia a la Santa Cueva, que por supuesto entra dentro de la penitencia del Santo pues nada tenía de reconfortante humanamente hablando.
Un par de testimonios más para ir terminando esta entrada que ya quedó un tanto extensa; en primer lugar, doña Inés Anglada:
“Yo no conocía al santo, pero he oído grandes cosas a doña Ángela mi abuela, la cual, cuando murió tenía más de noventa años de edad y decía haber conocido, tratado y asistido al dicho Padre Ignacio cuando vivía en esta ciudad de Manresa (…) decía que el P. Ignacio un verdadero santo y que por tal era tenido y reputado por todos los de la ciudad por la aspereza de vida que llevaba, por el continuo servir a los pobres y enfermos del hospital a quienes servía en las cosas más bajas y repugnantes, hasta comer con ellos. De cuando en cuando, y para darse más a la penitencia y aspereza de vida, íbase a una cueva que está cerca de la ciudad y también a la capilla de Viladordis y en dichos parajes se entregaba de lleno a la oración y penitencia. Maltrataba su cuerpo con frecuentes disciplinas y prolongados ayunos, y vestido de un saco vil pobre veíasele por las calles enseñando la doctrina, visitando a los enfermos y consolando a los tristes y afligidos. Vivía de las limosnas que recogía de puerta en puerta, y en una palabra, era humilde, benigno, gran penitente y practicaba todas las obras de misericordia”[25].
Por su parte, el P. Diego Tonera, primer superior de la residencia en Manresa, resume la voz de la tradición y de los testimonios de los tres procesos de canonización de Montserrat, Manresa y Barcelona, diciendo en su historia manuscrita:
“Estuvo Ignacio en Manresa por espacio de diez meses haciendo una vida que más parecía de ángel venido del cielo, que de hombre mortal. Porque su vida era oración y mortificación, castigando su cuerpo con ayunos, disciplinas, vigilias y con cilicios y áspero vestido”[26].
Y si alguno llegó hasta aquí en la lectura, caben, me parece, dos cosas más, muy breves: primero, la pregunta obligada ¿acaso tengo que hacer yo lo que hizo San Ignacio? Por supuesto que la respuesta es negativa, pero dado que “Toda la vida del cristiano debe ser una constante penitencia”[27] como afirma el Concilio de Trento, que no es otra cosa que lo que afirmábamos al comienzo citando el Catecismo, cada uno deberá buscar ese arrepentimiento del pecado y ver qué le pide el Señor en cuanto a mortificaciones exteriores y, con generosidad ponerlo por obra, cuánto más en este tiempo de Cuaresma.
Por otro lado, cosa muy común a nuestra pobre naturaleza herida y flanco reiteradamente atacado por Satanás en sus embestidas, no figurarse que la penitencia es sinónimo de tristeza. Se pregunta San Alberto Hurtado “¿Se puede conciliar alegría y compunción? Sí, Concilio de Trento: ‘No ha entendido la compunción quien piensa que es tortura?[28].
Y hablando de Santo de Loyola, el P. Pedro Leturia, otro gran estudioso ignaciano, refiere que “en las Memorias y en las demás fuentes primitivas, todo suena hasta pasados algunos meses en Manresa a júbilo interior y a cumplimiento de ansias íntimas, hasta ‘no caber en sí de placer’, como escribió Rivadeneira en el capítulo cuarto de su vida”[29].
Luego de esos “algunos meses” le sobreviene la prueba de los escrúpulos, que pasará y volverá a la alegría que gozan los verdaderos amadores de Dios, porque siempre será más que cierto lo que decía –y sobre todo vivía– Santa Teresa, “Vale más una gota de celestial consuelo que un mar de alegrías y placeres mundanos”[30], y esos consuelos solo los viven los que se dan a la penitencia, interna siempre, externa de acuerdo a las circunstancias de la vida, edad, salud, etc., etc.
Nos queda para la próxima entrega, San Ignacio y la penitencia después de Manresa, que haremos todo lo posible para que sea más breve.
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Al llegar a Manresa se detuvo el Santo ante la cruz de la Guía; y un testigo ocular refiere ser “público y notorio haberse aparecido a dicho P. Ignacio la Virgen María, consolándole divinamente y animándolo o insistir y perseverar en su santa y comenzada penitencia; y tal es la pública voz y fama”[31].
P Gustavo Lombardo
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1987. Las negritas en esta y en las demás citas del post, son nuestras.
[2] Ibid., n. 1988.
[3] Ibid, n. 1989
[4] Ibid, n. 2015.
[5] Royo María, Teología de la perfección cristiana, BAC3, n. 156.
[6] Iglesia y convento destruidos en la persecución religiosa del ’36. En Manresa no quedó ninguna Iglesia en pie (eran varias) salvo la Seo (Sede episcopal antiguamente), que, según versiones orales, o era tan grande que no les dio el tiempo o se acabó el dinero del Ayuntamiento, porque pagaban, por peso, las piedras de las iglesias demolidas. A la Seo llegaron a destruirle la parte superior de la torre y fue quemada por dentro.
[7] Ignacio de Loyola, Libro de los Ejercicios Espirituales, n. 82.
[8] nn. 83, 84 y 85 del libro de los Ejercicios Espirituales.
[9] Autobiografía, n.9.
[10] Ibid., n. 12.
[11] Juan Creixell, S.J., San Ignacio de Loyola, Estudio crítico y documentado de los hechos ignacianos, relacionados con Montserrat, Manresa y Barcelona, Ediciones Eugenio Subirana, Barcelona, 1922, p. 43.
[12] Autobiografía, n. 13.
[13] Ibid, n. 19.
[14] Ibid. n. 26.
[15] Ibid, n. 23.
[16] Ricardo García-Villoslada, S.I., San Ignacio de Loyola, Nueva Biografía, BAC, Madrid 1986, p. 209.
[17] Autobiografía, n. 18.
[18] José Calveras, S.I., San Ignacio en Montserrat y Manresa a través de los procesos de canonización, E.L.R., España, 1956, p. 51. Lo mismo afirma en la p. 58.
[19] Ibid., p. 71.
[20] Ibid., p. 113.
[21] Ibid., p. 58.
[22] Francisco de Asís, Testamento, 1: FF 110. En: Benedicto XVI, Mensaje a los Frailes Menores Conventuales con motivo del 199º Capítulo General, 18 de julio de 2007, Zenit, 18/07/07.
[23] Ricardo García-Villoslada…, p. 18.
[24] Paul Dudon S. I., San Ignacio de Loyola, Edición digital, libro 1, cap. 4.
[25] Creixel, p. 104.
[26] Ibid p. 105
[27] Concilio de Trento, Sesión XIV, cap. 9.
[28] Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20043, p. 191.
[29] El gentilhombre Íñigo López de Loyola, p. 247.
[30] Citado en: San Alfonso María de Ligorio, Preparación para la muerte, Consideración 21. Vida infeliz de pecadores y vida dichosa del que ama a Dios.
[31] Calveras…, p. 106.